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Discurso del P. José María Tojeira en el marco del 29 aniversario de la Firma de los Acuerdos de Paz


Redacción YSUCA / 16 enero 2021 / 5:31 pm

Padre José María Tojeira, director del Idhuca. | Foto PDDH

Discurso del P. José María Tojeira pronunciado en el el Acto conmemorativo del XXIX Aniversario de la Firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador, Panel Fórum “La vigencia de los Acuerdos de Paz, en la República de El Salvador”, organizado por la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.

Si tuviéramos que señalar a los autores auténticos de los Acuerdos de Paz tendríamos que decir que fueron todos aquellos que desde el primer momento de la guerra civil salvadoreña lucharon en favor de los Derechos Humanos. Muchos de ellos están muertos, algunos asesinados precisamente por su labor defensora de la dignidad humana, y otros, aún en su condición de personas anónimas, continúan trabajando y poniendo la responsabilidad social como criterio indispensable de su comportamiento ético. Antonio Machado decía en una de sus poesías, “la guerra, odiada por las madres, las almas entigrece”. No hay duda de que las madre de desaparecidos y masacrados tuvieron también un importante desempeño en el favorecimiento e impulso de los Acuerdos de Paz, aunque pocas veces se les reconozca. Los derechos humanos parten de la igual dignidad de la persona humana y consideran esa misma dignidad como el valor máximo que debe respetar e impulsar, tanto la conciencia ética del ciudadano como cualquier institución pública o privada. La guerra civil y sus víctimas nos hicieron entender que el Estado solo tiene sentido si asegura y defiende los derechos de todos. Y los Derechos Humanos están ahí, como una ética externa al poder, para exigir siempre tanto la conciencia como el respeto a la dignidad humana. Las diferentes instituciones de las Naciones Unidas, de la Organización de Estados Americanos, así como las Procuradurías de DDHH o las ong defensoras de los mismos, no son los dueños de los Derechos Humanos, sino parte de ese crecimiento de la conciencia que pone la dignidad de la persona como principio universal de convivencia, desarrollo económico y social e implementación de la justicia. Apoyan y respaldan, investigan y defienden, pero poco pueden hacer si localmente no hay ni conciencia de la igual dignidad humana, ni ciudadanía asociada y decidida a defender en concreto los derechos humanos en cada país.

 

En El Salvador, en un tiempo de guerra en el que la vida humana valía muy poco, los Acuerdos de Paz marcaron un doble acontecimiento. En primer lugar, después de la independencia pacífica y la abolición de la esclavitud logrados hace 200 años, los Acuerdos de Paz lograron que el conflicto más violento y mortífero de toda la historia salvadoreña se resolviera, no a través de la victoria de las armas y la represión del enemigo, sino a partir de la conciencia del valor de la vida humana, unida al diálogo, a la negociación y a la creación o reforma de instituciones que facilitaran la reconciliación. Y en segundo lugar, estos mismos Acuerdos generaron un desarrollo de la institucionalidad que pasó por cambios en la Constitución y la creación de nuevas instituciones estatales, que abrieron el país a nuevos valores democráticos y a una mayor sensibilidad en temas como Derechos Humanos, transparencia, lucha contra la corrupción, respeto a la mujer, etc. Un cambio que se convirtió en proceso y que ha venido desarrollándose a lo largo de los años posteriores a la paz. Podemos decir, en ese sentido, que los Acuerdos de Paz no han sido solamente un acontecimiento particular, centrado en una fecha histórica, sino un acto permanente  en nuestra historia reciente. Un acto que generó hábitos positivos y que permanece presente en nuestra historia.

 

Pero no podemos hablar de los Acuerdos de Paz sin hablar de nuestras limitaciones en la cultura de paz e incluso de nuestras traiciones a los mismos Acuerdos. Porque los acuerdos manejaron muy bien la salida de la guerra. Pero la posguerra la manejamos mal. Los Acuerdos de Paz, en efecto, generaron no solo institucionalidad, sino una cultura y un espíritu de diálogo. Pero es en este terreno del espíritu de diálogo y de la cultura de paz que implica, donde se han dado las amenazas más fuertes a esta historia positiva de los Acuerdos de Paz que, como todo proceso social, tiene sus luces y sus sombras. La depuración de la fuerza armada, por ejemplo, tuvo una serie de contradicciones con los Acuerdos de Paz. No se dio de baja a todos los militares señalados por la Comisión ad Hoc, ni se inhabilitó políticamente ni se juzgó a quienes fueron señalados como autores de crímenes de guerra en el Informe de la Comisión de la Verdad, según era el compromiso adquirido en los Acuerdos. La ley de Amnistía de 1993, vigente hasta el año 2016, fue una verdadera bofetada en el rostro de los Acuerdos y una grave ofensa a las víctimas. El Foro para la Concertación Económica y Social, también parte de los Acuerdos, podemos decir que nunca funcionó, a pesar de ser indispensable para enfrentar dialogadamente los problemas económicos y sociales que dieron origen a la guerra civil y que permanecieron tanto después de la guerra como en la actualidad. Muchos pensamos que se logró silenciar las armas mediante el avance obtenido en los Acuerdos respecto a los derechos políticos y civiles. Pero en los derechos económicos y sociales se dejó el tema para después, y hemos ido demasiado lentos. Esta mezcla de pobreza con desigualdad que padecemos, emparentada con la cultura de la violencia, continúa siendo una de las causas de los males que padecemos. Si este Foro para la Concertación hubiera funcionado, hubiéramos tenido mayores posibilidades de alcanzar un desarrollo más equitativo, universal y justo, que simplemente ateniéndonos a los consejos económicos del Fondo Monetario Internacional, Anep o Fusades.  Y ciertamente, por poner un ejemplo, difícilmente hubiéramos llegado a una privatización del sistema de pensiones que en la práctica impide el derecho universal a una ancianidad digna por su falta de universalidad, por los mínimos recursos que se le otorgan al beneficiario y por los exagerados beneficios que le quedan a su reducido número de accionistas.

 

Evidentemente lo expresado ahora no anula lo positivo que hemos dicho anteriormente. Pero debemos tener en cuenta que no puede llevarnos a nada bueno el hecho de abandonar el espíritu de unos Acuerdos de Paz llenos de fuerza social, positivos, aceptados y aplaudidos por la inmensa mayoría de los salvadoreños. Incluso en los aniversarios de estos acontecimientos hubo una tendencia a celebrar prioritariamente a los firmantes de los Acuerdos, que por supuesto hicieron algo muy bueno, mientras se olvidaba, o ni siquiera se mencionaba, a personas ya fallecidas como Marianela García Villa, Herbert Anaya, Ellacuría, Monseñor Rivera o María Julia Hernández, que lucharon muchos años y denodadamente en favor de la paz, en medio de la cerrazón y dureza de las partes en conflicto. Y eso para no hablar de colectivos como las madres de desaparecidos, o las víctimas de las grandes masacres, como el Mozote, el Sumpul y muchas otras, que crearon grades vínculos de solidaridad internacional que contribuyeron decisivamente a la paz.

 

Revisar la historia, evaluar los acontecimientos, enriquecernos con lo bueno para continuar con novedosos y mejores caminos, es siempre necesario. Pero en la actualidad, y precisamente en este vigésimo noveno aniversario de los Acuerdos de Paz, es todavía más importante. Porque en estos días varios miembros del poder ejecutivo se han referido a los Acuerdos de Paz como algo que no debe ser celebrado. Dicen que todo fue una farsa, igual que la guerra, y que al final todo resultó una especie de negocio o acuerdo de corruptos. Este tipo de aseveraciones se da, además, en un contexto electoral y en medio de una escalada de violencia verbal contra todo lo que pueda crearle algún tipo de crítica o problema al Gobierno actual. Si los aspectos negativos de los Acuerdos de Paz que hemos señalado fueran razón suficiente para utilizar esas calificaciones, tendríamos que decir que la farsa continúa cuando el presidente de la república rehúsa obedecer la orden de un juez que manda abrir los archivos militares para investigar más a fondo la masacre del Mozote, cuando viola de un modo flagrante derechos a la libertad de circulación o cuando pone castigos generalizados a 16.000 privados de libertad por algo que sucedió fuera de las cárceles. Es un poco complicado hablar de una farsa, cuando quienes la mencionan pueden convertirse en los principales protagonistas de la misma.

 

Aquí no se trata ya de violar el espíritu de los Acuerdos, mancillarlos, como le gusta decir al primer analista de la república, sino de caer en las mismas tácticas antiguas de poner los intereses del poder por encima de la normativa democrática y de los principios básicos de una ética ciudadana. Si los Acuerdos de Paz se convirtieron en una farsa, el presidente de la república sería el mayor protagonista de lo que corre el riesgo de pasar de farsa a tragedia. Y lamentablemente no está solo. Le acompaña una Fuerza Armada incapaz de pedir perdón institucionalmente a las víctimas de la guerra y una policía nacional con demasiados grupos de exterminio en su seno, aunque se haya ido liberando de algunos, y que se resiste judicialmente a dar una indemnización de 10.000 dólares a la familia de la agente Karla Ayala, asesinada por uno de esos policías vinculados a los grupos de exterminio. Y no nos asustemos, tampoco le dejan solo al presidente, algunos diputados de la Asamblea Legislativa o algunos jueces incluso de la Corte Suprema. A varios de ellos les encantaría volver a la situación en la que resultaban beneficiados por el maletín negro,  o se enriquecían con la corrupción y las sentencias injustas, dadas al calor del dinero o de la influencia.

 

En la actualidad, hablar de los Acuerdos de Paz es más necesario que nunca. No solo para recordar un momento que llenó de alegría y esperanza al pueblo salvadoreño, sino para recoger los valores que gestaron dichos Acuerdos y apropiarnos de los sentimientos de esperanza que generaron. En 1992 todos sentíamos que recuperábamos muchos de nuestros derechos políticos y civiles, y que emprendíamos un camino de recuperación rápido de los derechos económicos y sociales. La historia se llenó de luces y sombras, pero muchos salvadoreños se alimentaron de aquel espíritu hasta el presente, consiguiendo incluso la declaración de inconstitucionalidad de la infame ley de amnistía de 1993, que todavía hoy algunos jueces, diputados y miembros del ejecutivo quisieran mantener ilegalmente como si estuviera vigente de facto. El Salvador ha sufrido durante el año 2020 una terrible pandemia que ha afectado a todos, pero con mayor dureza a los más pobres y vulnerables de nuestro país. A causa de la pandemia, la pobreza ha alcanzado a un 40% de la población, tras haber crecido un 8% en este tiempo de coronavirus. Muchas personas han perdido su trabajo o han visto avanzar enfermedades precedentes, físicas o psicológicas. La transparencia y el acceso a la información pública han sufrido un serio retroceso, al tiempo que abundan las denuncias de corrupción. La normativa necesaria para proteger la salud pública se tiñó de autoritarismo y de abuso a derechos básicos. El endeudamiento se ha multiplicado llegando a límites peligrosos. Se ataca a los periodistas que exigen información y a los defensores de derechos humanos que exigen responsabilidades a quienes ocultan o tergiversan pruebas judiciales. Y a base de griterío, maniobras e insultos, se ha dificultado severamente el diálogo necesario para superar pacíficamente las dificultades y avanzar lo más concertadamente en el camino del desarrollo.

 

¿Tenemos una visión negativa del país?  Todo lo contrario. El Salvador tiene los recursos espirituales y éticos suficientes para superar la crisis que nos ha dejado en herencia este año 2020. Lo atestigua el espíritu y la fuerza de los antiguos defensores de Derechos Humanos, heredada hoy por un número de personas cada vez mayor. En todos los estratos sociales encontramos a más personas, que se unen solidariamente a la historia de los pobres y ofendidos de nuestra tierra, buscando justicia social y convivencia pacífica. Ha crecido la preparación profesional y científica de muchos salvadoreños. Permanece la laboriosidad de nuestra gente potenciada por la creatividad y la capacidad de emprendimiento. Los caminos del desarrollo están señalados por una Constitución que pone como fin del Estado a la persona humana y se compromete en concretar ese servicio a través de la justicia, la seguridad jurídica, el bien común, la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social. Son los fines del Estado tal y como los señala el artículo primero de nuestra ley primaria. Tenemos los valores, la gente y la normativa suficiente para superar la crisis actual. El liderazgo político tenido hasta el presente, desde la fecha que se promulgó la Constitución allá en el lejano 1983, no ha puesto los medios adecuados para avanzar  hacia esos fines. Pero la memoria del pasado y la capacidad actual prometen un futuro mejor, coherente con los Derechos Humanos, con su dimensión de moralidad externa al poder, que nos iluminan en el rumbo que a seguir.

 

Al celebrar hoy los 29 años de la firma de los Acuerdos de Paz queremos felicitar a la Procuraduría de Derechos Humanos, porque fiel a su mandato, ha estado al lado de la gente en estos tiempos difíciles de la pandemia. Y felicitarla también por esta celebración, que nos alegra a quienes mantenemos la esperanza puesta en el país. El grito de “prohibido olvidar” ha resonado en las redes sociales a lo largo de toda esta semana. Y no ha sido un grito de venganza ni de cólera, sino una expresión de dignidad. Es el deseo, no solo de que no se repitan los crímenes del pasado, sino de construir el futuro reconociendo el valor de las víctimas. Cada vez más salvadoreños y salvadoreñas están convencidos de que sin honrar a las víctimas del pasado, sin aprender de ellas y sin corregir las situaciones e injusticias que padecieron, no lograremos ahora ni justicia, ni bienestar económico y social. Ni seremos capaces de transmitir los valores que nos legó tanta gente decente y buena de El Salvador a las futuras generaciones. Porque negarse a los valores de los acuerdos de paz es impedir la justicia intergeneracional. Sigamos todos los años, y especialmente a lo largo de toda la vida, celebrando los acuerdos de paz y todo paso pacífico de diálogo y acuerdo que nos lleve a respetar la igual dignidad humana, los Derechos Humanos y la convivencia pacífica y fraterna en El Salvador. Feliz día de los Acuerdos de paz.