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Opinión

Una estrategia poco realista


Redacción YSUCA / 03 agosto 2020 / 6:33 pm

La estrategia militar con posibilidades de éxito se esfuerza por conocer las fortalezas y debilidades del enemigo; de lo contrario, está comprometida anticipadamente. El Gobierno de Bukele reprime a los pandilleros convencido de que puede acabar con ellos. El planteamiento implica encerrar, acaso matar, a los 60 mil que se estima existen. Encarcelar y asesinar a la mitad de ese total ya es cuantitativamente inviable. Ni las cárceles tienen capacidad para albergar tantos huéspedes, ni el país tiene dinero para ampliarlas. Tampoco parece viable deshacerse de varias decenas de miles de personas en enfrentamientos y ejecuciones sumarias. La oligarquía ya lo intentó en dos ocasiones, en 1932 y en las décadas de 1970-1980. Desde la perspectiva de los números, las posibilidades de éxito de la guerra contra las pandillas son exiguas. El constante anuncio de capturas y muertes debe ser contrastado con el de los que aún faltan.

La guerra contra las pandillas enfrenta otro obstáculo de envergadura social y religiosa. Los pandilleros no actúan en el vacío social (ver S. Offutt, Evangelizal and Gang Relationschips in El Salvador. Entangled: Evangelicals and Gangs in El Salvador, Social Forces, 19 de diciembre de 2019). Viven y operan en vinculación estrecha con las comunidades y se comunican a través de sus redes familiares y religiosas. Las conexiones son complejas y dinámicas. La comunicación entre pandilleros, familiares y grupos religiosos, en concreto, evangélicos, fluye transversalmente, lo cual cohesiona socialmente y facilita el entendimiento entre todos ellos. Esas conexiones crean también vulnerabilidades. El pandillero suele pedir colaboración a sus parientes y no todos pueden o aceptan rechazar esa presión. Asimismo, el pandillero anima a sus parientes a asistir al templo evangélico. De esa manera, influye y controla las familias y la comunidad religiosa.

La profusa presencia de evangélicos y pandilleros en los barrios populares hace inevitable la interacción continua. Las familias evangélicas acuden al templo y participan en sus ministerios. Los pandilleros asisten también al mismo culto, aunque de forma eventual. Pero sus hijos participan en los ministerios evangélicos. Las familias y los pastores dependen de la pandilla para resolver los problemas internos y comunitarios, y están convencidos de que su gestión es más eficaz que la de Bukele. De ahí que muchos pastores participen en el gobierno comunitario junto con la pandilla y protejan a los pandilleros de su comunidad de la violencia estatal.

Una buena proporción de pandilleros, cuatro de diez, proviene de un hogar evangélico. Algunos estimados son aún más elevados. Se trata de unidades familiares fracturadas y marginadas, cuyos integrantes asisten al templo evangélico y cuyos hijos, incluidos los de los pastores, se unen a la pandilla, por lo general, a los quince años, incluso con menos edad. Muchos de estos adolescentes tienen padres ausentes por razones diversas. La posibilidad de empleo es escasa. El sitio de residencia los descarta automáticamente. Los servicios públicos son disfuncionales. A menudo, huyen de la violencia intrafamiliar y buscan respeto, identidad y pertenencia. Pero, por otro lado, estos adolescentes se victimizan mutuamente, ya sea dentro de la pandilla o a causa de la rivalidad entre las diversas pandillas.

Las fuerzas de seguridad son percibidas por la comunidad como extrañas y hostiles, mientras que las pandillas y las iglesias son reconocidas no solo como parte de ella, sino también como autoridad. La enajenación de las fuerzas de seguridad, la amenaza que representan y la ineficiencia con la que, por lo general, defienden al Estado empujan a pandilleros y evangélicos al gobierno compartido. No es extraño, entonces, que comunidades y pastores interfieran en las redadas de policías y soldados. Ambos advierten a los pandilleros de estas y de cualquier movimiento sospechoso. Incluso niños de nueve años colaboran en esta tarea. A veces, los pastores defienden u ocultan a los pandilleros, jóvenes que han visto crecer en su comunidad, algunos de los cuales han asistido a sus iglesias o son compañeros de sus propios hijos pandilleros.

La exterminación de los pandilleros es quimérica. Proponérselo significaría arrasar con comunidades, familias e iglesias evangélicas. En una palabra, sería un genocidio. Pretender eliminar las pandillas es militarmente temerario y socialmente imposible. La estrategia gubernamental yerra al menospreciar la vinculación de los pandilleros con las comunidades, las familias y su religiosidad. Extrañamente, las comunidades no se identifican ni colaboran con unas fuerzas de seguridad que dicen defenderlas. Tampoco protegen a sus agentes y familiares de la violencia de las pandillas. Hay víctimas en ambos bandos, en una espiral de violencia interminable.

Sin la colaboración de las comunidades, ninguna estrategia es realista. En el mejor de los casos, el Plan de Control Territorial contiene el accionar de las pandillas, pero no es solución de mediano y largo plazo. Parece, pues, que ya es hora, sobre todo, para quien presume de novedad, de intentar otra aproximación, más integral e inclusiva.

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

 

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