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Opinión

Corrupción y poder en tiempos de pandemia


Redacción YSUCA / 01 julio 2020 / 3:17 pm

      En las últimas semanas han aflorado diversos casos de corrupción que afectan directa o indirectamente a miembros del Gobierno. Las investigaciones periodísticas han destapado diversos casos que dejan en evidencia la utilización de empresas vinculadas con algunos funcionarios para beneficiarse negociando con el Gobierno. El propio Presidente Bukele se ha visto obligado a pedir la dimisión de Jorge Aguilar, presidente del Fondo Ambiental de El Salvador, FONAES, vinculado directamente a una compra-venta de un lote de mascarillas, vendido al Gobierno al doble del precio de mercado, desde una empresa a la que está vinculado. La contratación de familiares de algunos funcionarios de alto nivel, aumento de salario de sus familiares o préstamos para negocios instalados incluso en dependencias gubernamentales, han seguido circulando en informaciones de prensa. La opacidad en el manejo de fondos, que provocó ya la dimisión de un grupo de instituciones de la sociedad civil a la que la Asamblea Legislativa había pedido la supervisión de préstamos internacionales, había sido ya una llamada de atención sobre la opacidad administrativa del Gobierno. Edison Lanza, Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, decía recientemente que en el primer año de Gobierno de Nuevas Ideas había habido “más retrocesos que avances” en el tema del derecho a la información, al tiempo que advertía una tendencia al retroceso en la transparencia y la rendición de cuentas a las que están obligadas las instituciones estatales. Acusaciones de corrupción y falta de transparencia informativa nos llevan a hacer un pequeño análisis sobre la corrupción en El Salvador. Análisis más que necesario en un tiempo en que las necesidades de la gente vuelven gravísimo cualquier acto de corrupción.

            Se suele decir que una de las causas de la victoria del actual Presidente, Nayib Bukele, en las últimas elecciones presidenciales, fue el hartazgo de la población ante los niveles de corrupción existentes en los dos partidos que habían gobernado el país desde los últimos 30 años. La gran cantidad de casos de corrupción, comprobados o presumibles, era intolerable. La necesidad de recomendaciones de diputados para conseguir empleo en dependencias gubernamentales, el empleo de familiares, las plazas fantasma, el involucramiento de algunos sectores de la empresa privada en prácticas de corrupción y de evasión y elusión de impuestos, los rumores de la circulación de sobornos en la Asamblea Legislativa, la conexión con el narcotráfico de algunos diputados y los diálogos a escondidas con los dirigentes pandilleros, crearon una desconfianza popular  muy grande respecto al liderazgo empresarial y especialmente respecto a los partidos tradicionales de las tres últimas décadas. La Corte de Cuentas, principal institución estatal para el control de la corrupción, estuvo con frecuencia, a lo largo de dichos 30 años, dirigida por personas involucradas en corrupción y dispuestas a servir y proteger la corrupción de los gobiernos de turno. La debilidad institucional en la persecución de estos delitos se sumó al desencanto popular. En este contexto la figura del candidato Nayib Bukele adquirió un apoyo y una victoria electoral arrolladora.

            La sociedad civil había jugado durante esos 30 años un importante papel en la toma de conciencia de la corrupción, más dirigida hacia la corrupción política. Con dificultad se tocaba al mundo empresarial que crecía y se desarrollaba cómodamente en ese ambiente de corrupción, a veces participando en contratos corruptos y otras financiando la política de grupos o partidos corruptores. Con cierta frecuencia los partidos acusados de corrupción acusaban a la sociedad civil de estar metida en una especie de corriente “antipolítica”, al tiempo que repetían que la política era indispensable y que la misma sociedad civil no podía sustituir a la sociedad política. De lo que no se daban cuenta los partidos tradicionales, solo atentos a defenderse y perpetuarse en el poder, es que su corrupción estaba generando nuevas presencias políticas, acompañadas de la indignación de la gente. Surge así Nuevas Ideas que, con un liderazgo carismático y un hábil manejo virtual tanto de la indignación como de la necesidad de nuevos liderazgos, humilló electoralmente a los llamados entonces “los mismos de siempre” con un eslogan muy simple: “devuelvan lo robado”.

         Pero el triunfo de Nuevas Ideas fue relativo. Tenía presencia en el Ejecutivo, pero no en los demás ámbitos y estructuras del Estado. Y sus mandos y funcionarios carecían con frecuencia de experiencia e incluso de conocimiento adecuado del funcionamiento estatal. La magnitud de los desafíos que presentaba El Salvador, el relativo poco poder estatal del Ejecutivo por sí solo, el choque con los controles institucionales y la relativa ineficacia de algunos de los ministros y funcionarios llevaron a una concentración del poder en el líder que había arrasado en las elecciones ya antes de la llegada de la pandemia a El Salvador. Y con la concentración de poder llegó también el autoritarismo. La llegada abrupta del Presidente con policías y militares fuertemente armados al salón de debates y votaciones de la Asamblea Legislativa marcó el inicio de un enfrentamiento sistemático de la Presidencia con los otros poderes del Estado y fue la expresión más fuerte del proceder autoritario del liderazgo presidencial. La pandemia, que llega formalmente al país a mediados de marzo, en vez de volcar a la Presidencia hacia  un diálogo nacional, exacerbó la tendencia al centralismo y a la toma de decisiones autoritarias. El apoyo a la reacción gubernamental rápida contra la pandemia fue cambiando en diversas instituciones en la medida en que se advertía no solo el deseo de control de la situación sin diálogo con otras instituciones, sino también el desorden, errores y abusos de Derechos Humanos que se producían en un modo de operar demasiado dependiente de una sola persona. Hoy las acusaciones de corrupción añaden un nuevo cuestionamiento al Gobierno actual. Y aunque no se pueda hablar de una corrupción tan brutal y masiva como la de los gobiernos anteriores, el tema amerita una reflexión y, por supuesto, una llamada a una mayor responsabilidad gubernamental en el tema, máxime en estos tiempos de crisis en los que el diálogo y la cooperación son tan indispensables.

      La corrupción provoca siempre el rechazo popular. Pero además rompe los vínculos de confianza entre personas e instituciones, debilita las tendencias a la solidaridad, fortalece un individualismo disgregador y perpetúa la pobreza y la desigualdad. De hecho, El Salvador ha ratificado las Convenciones contra la corrupción tanto de las Naciones Unidas como la Convención Interamericana. En ellas se insiste en la importancia de la sociedad civil a la hora de colaborar en la lucha contra la corrupción, al tiempo que se pide a los Estados desarrollar una institucionalidad y una legislación adecuada especialmente para prevenir toda forma de corrupción.

      Entre otras obligaciones los estados, incluido El Salvador como Estado miembro de la Convención, se obligan (por citar solo algunas de estas obligaciones) a lo siguiente: Primero a tener “sistemas para la declaración de los ingresos, activos y pasivos por parte de las personas que desempeñan funciones públicas en los cargos que establezca la ley y para la publicación de tales declaraciones cuando corresponda”. Además, “sistemas para la contratación de funcionarios públicos y para la adquisición de bienes y servicios por parte del Estado que aseguren la publicidad, equidad y eficiencia de tales sistemas”, así como “sistemas adecuados para la recaudación y el control de los ingresos del Estado, que impidan la corrupción”. Y finalmente, importante en nuestro caso, “estimular la participación de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales en los esfuerzos destinados a prevenir la corrupción”.

     Desde la ya lejana fecha de la ratificación del Convenio, 1996, poco hemos hecho para seguirlo. Aunque es cierto que ya en lo que va de siglo se han denunciado e incluso judicializado importantes hechos de corrupción, los vaivenes de la Justicia en dichos casos han demostrado la profunda debilidad del país. Las leyes para establecer un funcionariado estatal profesional y permanente duermen desde hace años en el olvido de la Asamblea Legislativa. Los esfuerzos de la sociedad civil por prevenir la corrupción se han enfrentado a la animadversión estatal, llegando en el Gobierno actual al insulto contra periodistas y otras instituciones de la sociedad civil. Aunque la situación no sea la mejor, no se puede decir que el poder Ejecutivo haya caído en una corrupción semejante a la de gobiernos anteriores. Pero el autoritarismo, la falta de rendición de cuentas y trasparencia, unidas a estas últimas señales de corrupción en algunos funcionarios, obligan a la sociedad civil a exigir un cambio de ruta. El diálogo abierto, la transparencia de datos especialmente en la utilización de fondos, el fin de los insultos y la sana cooperación con la sociedad civil son indispensables para el desarrollo democrático del país. Y en una época de crisis sanitaria y económica, ese camino es una exigencia ética fundamental.

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