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Opinión

El maltrato a los niños y niñas


Redacción YSUCA / 27 mayo 2019 / 8:29 am

José María Tojeira 

 

Maltratar física o psicológicamente a los niños y niñas es siempre un abuso de poder. Un abuso que se repite con demasiada frecuencia en El Salvador, aunque está surgiendo una generación que desea educar a los niños desde el respeto. La Lepina ha constituido un avance importante tanto en mayor cuidado de la infancia como en creación de una cultura de mayor respeto hacia niños y niñas. Sin embargo, queda un punto por mejorar en dicha ley: es tolerante con el castigo físico que los padres puedan imponer a sus hijos. Reformar la ley y convertir en ilegal todo tipo de abuso físico o sicológico, provenga de quien provenga, es un paso necesario para combatir la cultura de violencia presente en el país. La mayor parte de jóvenes violentos de hoy fueron niños golpeados o agredidos psicológicamente. El abuso de poder sobre la infancia se transmite intergeneracionalmente, igual que el machismo, otra forma de violencia detestable que es necesario eliminar.

Quienes defienden el castigo físico suelen insistir en que ellos lo sufrieron y no les afectó. Probablemente es una verdad a medias, pues el acostumbrarse social y culturalmente a formas de violencia deja siempre algunos efectos. Tal vez piensan que no tienen complejos o que no pegan a sus hijos, pero manejan agresivamente, siendo candidatos claros a ser parte de la terrible epidemia de accidentes de tráfico que sufrimos. Los efectos de la violencia sufrida en la infancia son diversos y no siempre conscientes. Impedir ahora la violencia contra los niños y niñas es una manera importante de ir creando una cultura de paz, necesaria para el futuro y el desarrollo de nuestro país. Es lógico que si no se golpea a los pequeños y se crea en ellos una actitud de respeto y diálogo, les resultará en el futuro más difícil ser violentos. Pero no basta con prohibir por ley el castigo físico. Es necesario que el Estado invierta en la primera infancia, capacitando a los padres en formas de estimulación afectiva y psicomotriz, cuido de la alimentación y cercanía personal que contribuya al aprendizaje y la sana relación social. Tanto la neurociencia como la economía respaldan la necesidad y la importancia de la inversión en la primera infancia.

El premio Nobel de Economía del año 2000, James Heckman, ha dedicado una buena parte de sus investigaciones a demostrar que la inversión en la primera infancia (entre cero y tres años) es una de las más productivas que los Estados pueden hacer. Sus palabras en una entrevista son claras: “La intervención temprana fomenta la escolaridad, reduce la delincuencia, promueve la productividad de la fuerza laboral y disminuye el número de embarazos entre las adolescentes. Se considera que esas medidas presentan una relación costo/eficiencia muy beneficiosa y constituyen una inversión altamente productiva. La atención a la primera infancia es aún más importante en los periodos críticos y delicados del desarrollo de diversas capacidades”. Es evidente que estas inversiones en los primeros años, que son poco costosas, deben ser continuadas por una educación infantil de alta calidad. Entonces, si eso se da, “esa inversión inicial promueve la eficacia económica y reduce la desigualdad”, nos dice el premio Nobel. Esta inversión en la primera infancia incluye la visita a los hogares y consejería a los padres que maltratan a sus hijos.

Unicef presentó antes de las elecciones presidenciales un proyecto asequible de inversión estatal en la primera infancia. Los candidatos mostraron su simpatía por el proyecto y hablaron de asumirlo gubernamental y estatalmente; el hoy presidente electo fue uno de ellos. A la ciudadanía nos toca insistir en la preocupación por la primera infancia, promover proyectos como el de Unicef, y cuidar a los niños y niñas, liberándolos de golpes y agresiones sicológicas, al tiempo que exigimos una educación de calidad a partir de los tres años. Solo así podremos construir un futuro pacífico y sin esta violencia que tanto daño nos hace.

* José María Tojeira, director del Idhuca.